lunes, 15 de febrero de 2016

La manzana y la serpiente



La manzana y la serpiente.
Por Marta Teodoro, con la colaboración de Olalla Pons

Rosalyn entró en la cocina de Beth con un cesto de manzanas, recién compradas en el mercado. Hacía un día lluvioso y su amiga tenía tanto trabajo en la pastelería, que la había mandado a hacer ese encargo. 

—¡Hm, pero qué bien huele Beth! ¿Pastel de manzanas?

—Así es. Branwell se ha despertado con un extraño antojo.

—Así que a lord Westmordland le gusta pecar de buena mañana... 

—¡Rosalyn! Siendo la hija de un respetable párroco, no comprendo cómo puedes llegar a hablar con tanto descaro. No se trata de eso. Branwell me ha pedido unos cambios en el pastel. Dice que la masa le gusta con menos azúcar.

La joven rubia se sentó en la silla, junto a la enorme mesa de Roble donde Beth trabajaba la masa y la miró con picardía.

—No puedes imaginar hasta qué punto mi lengua y mi imaginación son capaces de pecar. ¡Pero no me refiero a ese tipo de pecado, malpensada! Te contaré una historia.


Sucedió hace muchos, muchos años. 

Vivía en un pequeño pueblo que lindaba con un bosque tenebroso, una joven pastelera. Después de un día agotador en el obrador de su padre, Agnes se metió en la cama, enfundada en su camisón blanco, adornado con delicados encajes, y se tapó con el edredón. Tenía los pies tan doloridos que no los apreciaba y aun así los sentía fríos. Sopesó la idea de salir de la mullida cama para coger unas calzas que se los calentaran, pero desechó la idea. 

El ceño fruncido delataba su enojo por los acontecimientos del día. Su padre, otra vez, se había negado a probar los cambios que ella le había sugerido para su tradicional pastel de manzana. Cuando todos se iban a sus casas después de una agotadora jornada, dejando solitario el obrador, ella, con la excusa de quedarse limpiando u ordenando, aprovechaba para probar recetas que se le ocurrían durante el día, quitándose horas de sueño. Por supuesto, nadie lo sabía. Nadie sabía cuál era la razón de que amaneciera con surcos negros debajo de los ojos y no pudiera reprimir bostezos durante todo el día. Su madre lo achacaba a la edad y a veces la miraba preocupada. Agnes, ajena a las preocupaciones de su madre, pasaba el día pensando en cómo mejorar los pasteles, aunque todos los cambios eran invariablemente, rechazados por su padre.

—¡No es justo! —exclamó enfadada, incorporándose de súbito. —¡Cómo me gustaría tener mi propio obrador y que ellos me obedecieran a mí para siempre! —dijo algo más fuerte de lo que hubiera deseado.

El pinchazo que sintió en uno de sus dedos la hizo salir de su enojo. Una gota de sangre muy roja y brillante salía de él. Encontró al culpable rebuscando entre la colcha. Era un alfiler de plata. Lo miró estupefacta, intentando pensar como habría llegado hasta allí, mientras se llevaba el dedo a los labios distraídamente, sellando así, sin saberlo, su deseo. Lo guardó en el cajón de su mesilla de noche y cayó en un sueño agitado y profundo, tan vívido, que cuando despertó no estaba segura de si había sido real. 

Tras abrir los ojos, una fuerte luz la cegó. Descubrió espantada que se había quedado dormida, pues el sol ya lucía alto, en el horizonte, dibujado por los tejados. Saltó de la cama como impulsada por un resorte, extrañada de que nadie la hubiera despertado. Se aseó, se vistió rápidamente sin ayuda de la criada y salió corriendo al rellano del primer piso. No había nadie allí. Al bajar al piso de abajo, examinó los dos salones que se abrían a ambos lados del vestíbulo, el de la familia y el de las visitas. El de los invitados estaba vacío, como era lógico a esas horas y en el de la familia que tampoco había nadie. Éste daba paso a la cocina, donde deberían estar los sirvientes y la cocinera, organizando las comidas del día. Empezaba a pensar que todos se habían desvanecido, cuando la señora Potter le dio la bienvenida entre los pucheros humeantes. 

—¡Buenos días señorita Dunne! —exclamó alegremente. —¡Su familia está esperándola en el obrador! Me han dicho que no la despertara hoy, que se sentía indispuesta. Si quiere comer algo han sobrado bollos de ayer. ¿Quiere que le prepare un té?

Agnes se sintió abrumada por la señora Potter, normalmente no solía ser tan parlanchina de buena mañana. Rechazó el desayuno que le ofrecía, musitando la excusa de que llegaba tarde y la estarían esperando. Salió corriendo hacia la pastelería de su familia ante la mirada sorprendida de la cocinera.

Al llegar, comprobó que todo funcionaba como siempre. Su hermana pequeña servía pasteles en el mostrador y en la cocina, tanto sus padres como sus hermanas se movían atareados, amasando, horneando y decorando pasteles. Se sorprendió suspirando de alivio.

Qué tonta estoy —pensó —¿qué pensabas que ibas a encontrar? —se reprendió a sí misma. 

Pero entonces, se fijó en las recetas que estaban siguiendo y vio que eran las suyas, las que había garabateado y probado en sus horas de insomnio. Un escalofrío recorrió su columna vertebral. ¿Cómo las habían conseguido y por qué estaban siguiéndolas?

Su padre se acercó a ella sacándola del ensimismamiento. 

—Menos mal que has llegado. No sabíamos si lo estábamos haciendo bien con tus nuevas recetas —Agnes dio un respingo al ver su mirada perdida, pues daba la sensación de que su cuerpo estuviera allí pero no su alma. —Hoy vendrá el señor Bradley, ya sabes, el secretario del Conde de Cumberland para hacer una primera cata de los pasteles de frutas y vamos con algo de retraso. – Siguió su padre con un tono maquinal. 

Agnes sintió que le faltaba el aire y que todo le daba vueltas. Cuando volvió en sí quiso creer que todo había sido un mal sueño pero comprobó que no era así. Espantada, recordó el deseo que había pedido la noche pasada y comprendió que se había cumplido de forma cruel. No supo qué hacer, pero decidió dejarse llevar, pensando en que así todo volvería a la normalidad. 

Cuando todos los pasteles de frutas estuvieron preparados en las rejillas, todavía humeantes, llegó el señor Bradley. Era un apuesto joven de edad difícil de adivinar, se diría que tenía un rostro atemporal, de piel blanca, con fuerte mentón, ojos grandes y verdes. Llevaba sus rubios y lacios cabellos recogidos en la nuca con un lazo negro. Sus ojos del color del musgo se clavaron en Agnes con una expresión que no fue capaz de descifrar. De pronto, se dio cuenta de que ese caballero la atraía de forma irremediable. Se ruborizó antes de bajar la mirada. 

—He venido a la cata de los primeros pasteles. Son para el banquete que he de organizar para mi señor, el Conde de Cumberland, dentro de un mes. Ya sabéis que tiene que quedar todo perfecto —Dijo en un tono de voz amable aunque autoritario.

Agnes asintió, y expuso sobre la mesa, una bandeja con pasteles de cerezas, fresas, manzanas y frutos secos. Tras probar algunos, el señor Bradley mencionó pequeños defectos a todos y cada uno de ellos. Cuando cogió el último, el pastel de manzana, Agnes pudo ver que el caballero estaba reteniendo el aire. Acto seguido, hizo un mohín de disgusto. A Agnes se le rompió el corazón, esperaba que los de manzana sí fueran de su agrado. 

—No son lo suficientemente buenos para mi señor —dijo prepotente, como si de un experto se tratase. —Confío en que la semana que viene realice los cambios que le voy a indicar, y así halle la perfección. 

Agnes se dio cuenta de que había estado retorciendo con fuerza una de las esquinas de su delantal, que soltó cuando el hombre salió del obrador. Le resultaba inaudito que no le gustara ninguno de sus dulces, ni siquiera el de manzana, que era su preferido. Le acababa de indicar los cambios debía hacer. Cumpliría sus órdenes… excepto con el de manzana. Ese no lo cambiaría, y si no le gustaba, se tendría que aguantar. 

Pasaron los días, y Agnes se fue acostumbrando a la nueva rutina. No pensaba en lo extraño de la situación, pues apenas tenía tiempo entre nuevas recetas y el ajetreo propio de un obrador al que le han encargado un gran proyecto. 

Esa misma noche cayó rendida en la cama, pero no logró descansar y acabó sumida en un agitado sueño. Vino a su encuentro una pesadilla en la que aparecía el bello rostro del señor Bradley, mirándola con dulzura. Pero había algo extraño en las pupilas de esos ojos tan hermosos. Se iban estrechando hasta darle un aspecto reptiliano, al tiempo que su mirada se tornaba dura, fría y malvada… Oía un siseo y veía asomar entre sus labios, rojos como la sangre, una lengua de víbora, mientras descubría horrorizaba que pretendía besarla. Despertó gritando y sudorosa, pero lo achacó a los nervios por la magnitud del pedido al que se enfrentaba. 

Llegó el segundo día en el que vería al señor Bradley. Estaba muy nerviosa. Había pasado toda la noche horneando los bizcochos que iba a presentarle. Los había hecho con sus propias recetas, mejorando las de su padre y esperó que los encontrara de su gusto. Además, había preparado los pasteles de frutas de la semana pasada con los cambios sugeridos por el caballero. Con una salvedad, como se prometió a sí misma, no cambió los de manzana. 

El caballero llegó puntual. Más silencioso que la primera vez, paseó por el obrador mirando inquisitivo los dulces que estaban expuestos ante él. Cogió uno de los pasteles de fresas y pareció complacido con los cambios que habían realizado, también los de cerezas parecieron gustarle. Agnes notó un pinchazo en el pecho que la dejó sin respiración, pero ignoró el dolor, no quería mostrar debilidad ante de él. Contuvo el aliento mientras Bradley cogía el dulce de manzana y cuando éste le dedicó un mohín de disgusto, ella le devolvió la mirada sonriendo, no iba a cambiar esa receta. La situación mejoró cuando probó los diferentes bizcochos que habían preparado, de chocolate, de vainilla, de limón, de manzana, de frutos secos… todo el obrador olía a las mil maravillas. Pero Henry sólo miraba a Agnes, como si el resto de la familia no estuviera allí. Al finalizar, le tendió el brazo y la invitó a dar un paseo. Ella se ruborizó, pero accedió. Sentía fascinación por esa cara tan perfecta y misteriosa. 

Una vez hubieron salido a pasear, el señor Bradley se mostró muy silencioso. Ella, muy nerviosa, no se atrevió a hablar por no romper el mágico momento. Cuando se hubieron alejado un poco de la pastelería, él rompió habló con una tono musical. 

—He notado que habéis seguido mis indicaciones en cuanto a los pasteles de frutas, y eso me complace. Los bizcochos estaban delicioso, aunque se pueden mejorar si sigue mis consejos. Sin embargo, no comprendo por qué no ha cambiado los pasteles de manzana. 

Agnes se removió inquieta. El caballero la atraía y la asustaba al mismo tiempo. 

—En mi opinión, señor Bradley, esos pasteles son perfectos tal y como están. No negaré que son sencillos, pero así es como deben de ser —respondió casi en un susurro. —¡Hmmm—recibió ella por toda respuesta, mientras veía por el rabillo del ojo como se mesaba uno de los lados de su bigote, pensativo. 

El resto de la conversación fue más relajada, pasando por temas triviales. Sin embargo, no era lo que decían, sino la forma. Cada vez que sus miradas se encontraban Agnes se ruborizaba y desviaba la mirada. Él parecía divertirse con la situación. 

—Señorita Dunne, sería para mí un gran honor que accediera acompañarme a la fiesta de mi señor. Me sentiría dichoso si además, me reservara un baile —dijo, tomando su mano con tal delicadeza que pensó que se iba a romper. Luego se la besó, sin apartar la verde mirada de sus ojos. 

Agnes sintió que otra vez los arreboles teñían sus mejillas y sólo logró musitar una afirmación, mientras liberaba su mano tan rápido como fue capaz. Luego azorada, corrió rápidamente hacia su casa. Necesitaba estar a salvo de esa mirada que la atraía y la asustaba a partes iguales.

La semana siguiente sucedió igual de ajetreada que la anterior. Realizaron los cambios que le pidió el señor Bradley y probaron algunas recetas nuevas. 

Durante esos días, las pesadillas de Agnes fueron más intensas y apenas logró dormir una noche entera. Las escasas veces que lo conseguía, despertaba muy cansada. Además, sentía una horrible sensación de vacío cada vez que pensaba en alguno de los cambios que solicitaba el caballero. Al principio, lo atribuyó a los nervios de su primer encargo, pero ahora ya no estaba tan segura. No quería pensar en los cuentos de miedo que le contaban de pequeña, pero sentía un extraño presentimiento que no se alejaba de ella.

Llegó el día de la tercera visita del señor Bradley. Le habían preparado diferentes pasteles. Esta vez con otros ingredientes, desde merengues a hojaldres rellenos de nata montada, pasando por pastelillos diminutos, tan de moda en aquellos momentos. También habías expuesto una pequeña bandeja con porciones de bizcochos horneados, todo con los cambios que él había solicitado. Sin embargo Agnes, a pesar de saber que todos eran deliciosos, pues los había probado más de cien veces, se sentía especialmente nerviosa. El caballero nunca estaba contento con nada. 

Por eso, cuando éste probó los bizcochos y asintió satisfecho, unas palpitaciones en su pecho la dejaron sin aliento. Sólo duró unos instantes, pero la pilló tan desprevenida que incluso se dobló sobre sí misma, asustada. Cuando se le pasó la extraña sensación, allí estaba la fría mirada del señor Bradley, clavada en la suya, como si fuera un témpano de hielo. Acto seguido le dedicó una sonrisa tan cálida, que a Agnes se le antojó artificial. ¿Cómo era posible? Como si nada hubiera sucedido, él le requirió algunos cambios en sus pasteles de nata y a continuación le solicitó que le concediera otro paseo. 

No le importaba reconocer que ese hombre la fascinaba. Era un caballero instruido, de mundo y se sentía impresionada en su presencia. Lo miraba embelesada, mientras compartían cuestiones triviales. Y cuando pensaba que no volvería a verle después de su encargo, algo se desgarraba en su interior. No era capaz de entenderlo pues apenas le conocía pero sentía que la había embrujado para siempre. 

Esa semana sería la última en la que habría cata de pasteles. Después, llegaría la gran fiesta. El ajetreo fue mucho mayor y la falta de sueño se agudizó. Las pesadillas la asolaban, apenas dormía más de dos horas seguidas y unas oscuras ojeras rodeaban sus ojos cada mañana. Había perdido peso y su rostro se veía más pálido. Una vez más lo achacó al exceso de trabajo. 

El día anterior a su cita, hizo algo inaudito. Decidió cambiar la receta de pastel de manzana, para darle el gusto al señor Bradley. Deseaba agradarlo, aunque fuera a costa de perder la esencia de sus pasteles y con ella, la suya propia. Sintió que sus sueños se perderían por el camino, pero de inmediato desechó esa sensación. Deseaba agradarle en todo, para que no se marchara, jamás. 

Antes de volver a casa, miró por última vez todo lo que habían preparado. Justo y en medio, destacaba su pastel de manzana. Esa era su mejor su receta. Y la había cambiado. Sin embargo, estaba segura de que le gustaría a su apuesto caballero. 

Aquella noche fue la más terrible de todas. Le costó conciliar el sueño, y sus pesadillas fueron tan reales, que la serpiente que aparecía en ellas pareciera que iba a salir de sus sueños a morderla. No podía quitarse de la cabeza esos ojos amarillos, ni siquiera cuando despertaba.

Puntual a su cita, llegó el elegante caballero. Se sentó en la pequeña mesa que tenían preparada y probó uno por uno todos los pasteles, asintiendo satisfecho ante los cambios que había solicitado. Agnes volvió a sentir ese vacío en el pecho, y volvió a quedarse sin aire tan de repente, que hasta hubo de sentarse en la silla. De inmediato se levantó, sintiéndose avergonzada y musitó una disculpa. Pero cuando Bradley mordió el pastel de manzana, el dolor que sintió en el pecho fue tan intenso, que se desmayó. 

Cuando volvió en sí, el caballero la observaba con un misterioso brillo en la mirada. Mientras, la ayudó a levantarse. Agnes esperó a que la invitara a dar otro paseo, pero por lo visto, esa vez no disponía de tiempo. Sin embargo, prometió que pasaría a recogerla para ir a la fiesta cuando a los tres días, junto con todos los pasteles.

Las pesadillas siguieron su curso. Pero ahora, la serpiente de sus sueños no sólo la asustaba con su mirada, también la mordía y la perseguía por un bosque tenebroso. 

En el obrador trabajaban al máximo para tenerlo todo a punto y el exceso de trabajo aliviaba sus temores y sus nervios. 

Cuando al fin llegó tan ansiado día, la criada que la ayudaba a vestirse tuvo que pedirle que se estuviera quieta varias veces, tan nerviosa se encontraba. Cuando la doncella terminó con el peinado, Agnes se miró en el espejo. Se vio algo pálida, pero el elegante vestido de seda verde le favorecía. No hubo tiempo de mirarse mucho más. En seguida se oyó la campanilla de la puerta principal. 

Allí estaba su caballero. 

Esperó nerviosa a que le anunciaran su llegada para poder bajar, pues no querría parecer ansiosa... Después de hacerle esperar unos minutos, bajó con ayuda de su criada, al salón de las visitas. Su padre conversaba en voz baja con su invitado, mientras que su madre y hermanas jugaban a las cartas en una mesa camilla, cercana a la chimenea. Había algo en diferente en ellos, algo que no lograba entender, —como si estuvieran sonámbulos —pensó. Enseguida desechó cualquier pensamiento negativo y saludó con una amplia sonrisa al joven Bradley, que le correspondió besando su mano, delicadamente. Ella volvió a ruborizarse. Se despidieron de su familia y subieron al coche de caballos que había esperando en la entrada. 

Al notar que tardaban en llegar, Agnes se asomó por la ventanilla y se dio cuenta de que no iban en dirección al palacio del conde de Cumberland, sino que habían salido del pueblo en la dirección contraria. Preocupada, fue a decírselo a su acompañante y lo que vio la dejó helada. Los ojos del señor Bradley eran idénticos a los de la serpiente de sus sueños. Espantada, se le heló un grito en la garganta. Sin apartar los ojos del caballero, buscó la manilla de la portezuela y cuando ésta cedió se tiró del coche en marcha. Cayó rodando varios metros. Gracias al cielo, sólo se hizo algunas magulladuras y un desgarrón que afeaba su bonito vestido de seda. Se mordió el labio inferior asustada y echó a correr. Sus escarpines le impedían avanzar rápido y el corsé le oprimía el pecho de manera que no era capaz de respirar con normalidad. Se detuvo para descalzarse, y cuando se enderezó, tropezó con lo que le pareció un muro insalvable. Al levantar la vista, comprobó horrorizada que no era tal. Se trataba del señor Bradley. Se alzaba ante ella, vestido y peinado con tal perfección, que le resultó irreal. La luna llena los iluminaba como si de un baño de plata se tratara. 

De pronto el caballero se echó a reír, de una forma tan macabra, que le desgarró el alma. 

—¡Qué fácil ha sido esta vez! —comentó entre risotada y risotada. —Las jovencitas sois muy fáciles de engañar. Por ello sois mis presas preferidas. No hay nada que no hagáis por una falsa promesa de amor, ¿verdad? —y volvió a reír.

Mientras tanto, Agnes lo miraba atónita, sin comprender lo que estaba pasando. El brillo de la luna le daba al señor Bradley una apariencia de cera. 

Dio un paso atrás y tropezó. Él volvió a reír y ella no pudo evitar llorar. Luego, él se acercó, se agachó y extendió la mano hacia ella. Acarició su mejilla con un gesto que podría haber parecido tierno, si no hubiera sido por la maldad que reflejaba su mirada. 

—No hay nada que puedas hacer, pequeña. Ahora tu alma es mía. Ya no hallarás liberación ni descanso. ¡Jamás! 

—¡No, esto no está pasando! —sollozó Agnes, presa del pánico.

—Oh, claro que sí. Tu condena empezó con el deseo que sellaste con sangre, afianzándola con cada cambio que realizabas en tus pasteles. Por mí. Cada vez que cedías, me dabas un poquito de tu alma, te entregabas un poquito más a mí. No debiste corromper tus sueños a cualquier precio pequeña, mucho menos por un demonio que se alimenta de ellos. 

Y diciendo, esto la besó.

No fue un beso cálido, sino frío. Un beso que sabía a despedida, a sueños rotos, a esperanzas perdidas, a nada... Un beso que sabía a muerte. El calor abandonó el cuerpo de Agnes, al mismo tiempo que caía sin vida en el mullido suelo de hojarasca. 

Bradley se relamió, satisfecho. Esa dulce y tierna alma ya estaba entre sus garras, atrapada, condenada a vivir eternamente como su sombra. Eso le hacía sentirse vivo. Desde hacía siglos, cazaba almas. Pero disfrutaba corrompiendo a las más buenas. Había descubierto, que hasta las más puras tenían oscuros deseos escondidos y allí estaba él, dejando un alfiler con el que derramar una gota de sangre para sellar el acuerdo. Agnes había vendido su alma por codicia. ¡Oh, si al menos hubiera luchado un poco, resistiéndose a cambiar su receta de pastel de manzanas, habría sido más divertido! Eso no habría cambiado el hecho de estar condenada, pero quizás hubiera tenido una oportunidad de salvarse...

Echando una última mirada al cuerpo que yacía inerte a sus pies, desapareció detrás de unos matorrales, convertido en una magnífica serpiente.


Cuando Rosalyn terminó de narrar la historia, un trueno hizo retumbar las paredes de la cocina de Beth. Con una sonrisa en los labios, que pretendía ser maléfica y que a Beth le pareció graciosa, cogió una manzana del cesto y le dio un bocado.

—Dime, Beth. ¿Estás dispuesta a cambiar la receta de tu pastel de manzanas? —preguntó Rosalyn, con expresión enigmática.

Beth soltó una carcajada, a la vez que los sacaba del horno.

—Por supuesto que no.


¿Quieres preparar tú mismo el pastel de manzana de Beth Howard? 
¡Sigue leyendo!


INGREDIENTES PARA LA MASA


- Medio vaso de cerveza (más o menos 180 ml) 
- Aceite (más o menos 90 ml, es decir, la mitad de aceite)
- Harina (390 – 410 gr) la cantidad varía del calor y la humedad del ambiente
- Azúcar glass (1 tbsp, o más o menos 70 gr)
- Sal (1/4 tsp) 


PASO A PASO

Esta masa es muy simple de hacer. Sólo vamos a necesitar un cuenco y un batidor. Ahora sólo se trata de mezclar todos los ingredientes. Vertemos más o menos la mitad de la harina en el cuenco, la sal, el azúcar es opcional pero si vamos a hacer esta masa para algo dulce lo recomiendo. 







Añadimos el aceite, la cerveza y el resto de harina reservando un poco. Esto es debido a que dependiendo de donde vivamos, la humedad que haya en el ambiente, el calor que haga, etc, puede que necesitemos algo menos o algo más de la cantidad que yo he puesto en los ingredientes.




Mezclamos bien todos los ingredientes y cuando empiece a estar más consistente, lo volcamos en la superficie de trabajo que habremos enharinado para poder trabajar mejor y seguimos amasando hasta que no se pegue nada a las manos. Si todavía se nos pega a las manos, podemos ir añadiendo harina e ir amasando poco a poco hasta conseguir nuestra consistencia perfecta. 



Finalmente envolvemos en papel film y dejamos reposar una hora.



INGREDIENTES PARA EL RELLENO



- Una manzana grande o dos medianas

- Zumo de medio limón

- ¼ taza de pasas

- ¼ tsp de nuez moscada

- 1 tsp de canela

- 2 tbs de azúcar

- 1 tsp de maicena

PASO A PASO



Hacer el relleno es todavía más fácil que la masa. Cortamos a cuadraditos las manzanas, ponemos un chorrito de limón para que no se oxiden y mezclamos con el azúcar, la canela, la nuez moscada y las pasas. Tapamos con papel film y dejamos reposar una hora.




Extendemos la masa en nuestra superficie de trabajo enharinada para que no se pegue a ella y cortamos círculos con un cortapastas. Rellenamos los huecos de nuestra bandeja de pasteles con la masa y ponemos en cada uno, una cucharada bien colmada de relleno.


Después podemos poner una tapita para taparlos o dejarlos destapados, eso ya va en gustos. Si ponemos tapita la pintamos con huevo batido.

Hornemos a 180º durante 20 minutos o hasta que estén dorados y ya tenemos nuestros pasteles especiados de manzana de estilo medieval.



Espero que os haya gustado.

Receta y relato: Marta Teodoro. Personajes, Olalla Pons.

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¿Quieres conocer a Beth Howard y a Rosalyn Doyle? 
Aquí puedes leer La mirada del corazón.

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